Necesario volver la vista a su poesía amatoria para no quedarse solamente en su poesía social y de denuncia, coincidieron sus colegas
Fue mi hermano y me duele hasta el fondo del corazón su muerte, dijo entre sollozos el escritor Jaime Labastida
A siete meses de su muerte, ocurrida el 29 de marzo de 2017, el poeta chiapaneco Juan Bañuelos fue recordado por su familia, amigos y colegas, así como el público en general que se dio cita ayer en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.
El acto, organizado por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), se convirtió en una noche de recuerdos, anécdotas y melancolía, por la ausencia del esposo, el padre, el amigo: el ser humano que fue Juan Bañuelos.
Con la moderación de Geney Beltrán Félix, nuevo coordinador nacional de Literatura del INBA, se dieron cita la investigadora Micaela Morales López y los escritores María Baranda y Jaime Labastida.
Morales López recordó al poeta, ensayista, editor y catedrático con un texto titulado Conversaciones con Juan Bañuelos y Chiapas, y dijo: «La persona se va, el cuerpo muere, pero queda su legado, su obra». Comentó también que tres son las temáticas que sostienen el trabajo de Bañuelos: la denuncia y el compromiso social, la poesía amatoria y su raigambre a Chiapas.
«Si bien su obra gira en torno a una poesía de testimonio, en una entrevista –recordó la investigadora—Bañuelos me dijo, en 1998, que la crítica literaria no había prestado atención a su poética en su conjunto, dado que se le consideraba como un poeta social, que no negaba, pero que no se había valorado su otra faceta».
Por ello, Morales López leyó algunos fragmentos del libro A paso de hierba, poemas sobre Chiapas, para mostrar «el otro lado de la cara de la poesía de Bañuelos»: la poesía amorosa. El libro publicado en 2002, ganó el Premio de Poesía José Lezama Lima y el de Casa de las Américas 2004. Lo internacionalizó y dio a conocer las realidades chiapanecas.
Y reiteró: «Hace falta volver la mirada a la poesía amatoria de Juan Bañuelos, a la que revela la cosmogonía de su pueblo, y no quedarse únicamente en la poesía social. De esa forma estaremos ingresando a la otra cara del espejo de la poesía de autor».
En su oportunidad, María Baranda se refirió a que la poesía de Bañuelos habla de selvas y ríos, de estelas mayas, de mapas terroritriales, del trópico, de la amada, que era una y tantas. De eso y más hablaba Juan, pues decía: «Quise primero amar y descendí junto con la catástrofe. Fui hasta el horizonte donde los hombres pasan, odié con saña, como el que llega y saquea el cofre del invierno».
La poesía de Bañuelos, subrayó Baranda, va de lo más simple a lo social, de su casa y su familia a la calle y al compromiso con los caídos. Y lo recordó de manera textual: «Las palabras son hijas de la vida. Sufren, paren y también tienen sus muertos. Y en la honda capital de la miseria las armé de fusiles y de verbos, en esa patria muda, perseguida, donde hasta el aire mismo va a dolernos. Yo fui el autor. Lo que suena a dolor, me suena a pueblo. Nací en el sur: mi nombre es Juan Bañuelos».
Parafraseó a Eliseo Diego, quien decía. «Todo buen poema es un poema social. Un poema que se convierte en vigía, en punto de referencia, es pleno testigo de su época». En ese sentido, consideró Baranda, Juan Bañuelos cultivó diversas facetas, pero lo que perduró a lo largo de sus libros fue su empatía con el dolor de los otros. Desde sus primeros poemas, hasta su última colección, encontró la experiencia primordial de su vida en la noche poética, donde incurrió en el asombro, en la nostalgia, en la desolación ante el sufrimiento y los conflictos humanos que tanto lo desesperanzaban.
Y concluyó: «Todo poema debe lidiar cada vez que se escribe, si es que es un buen poema, con la vida, pero también con la muerte, no importa de qué se esté hablando, al fin y al cabo, el poeta no escoge sus temas: se encara con ellos. Y es el enfrentamiento vital, entre lo que confronta el propio espíritu poético y lo que sucede en el poema, lo que realmente importa, Juan Bañuelos lo sabía, por eso su poesía aún vive entre nosotros».
En su momento, el escritor y filósofo Jaime Labastida hizo una muy emotiva participación, y señaló de entrada: «No tengo más razón de estar aquí, quizás, que la de ser hermano de Juan Bañuelos», y agradeció la presencia de Graciela Barrón, viuda del homenajeado, y de sus cinco hijos, una de ellos su ahijada.
Labastida comentó que conoció a Bañuelos en 1957 «y lo llegué a querer como a un hermano. Era nueve años mayor que yo, aunque se quitaba dos. Y sin embargo, nunca se interpuso entre nosotros distancia alguna. Haberlo conocido se lo debo a otros dos de mis hermanos de elección: Eraclio Zepeda y Óscar Oliva. De súbito, nos sentimos hermanados por el amor a la poesía».
Como pocas veces en público, a Jaime Labastida le ganó el sentimiento y entre sollozos, dijo: «Todo hombre es muchos hombres, todo poeta es muchos poetas. Han oído dos versiones de la poesía de Bañuelos, y yo haré una distinta».
No puedo ni debo ocultar, expresó con voz firme, que en aquel tiempo, Juan fue un descubridor de poetas y de poesía, fue una suerte de guía y centro exacto de la palabra. El nos hizo conocer –al grupo de La espiga amotinada– al poeta que nos dio el sentido de una voz común, pese a las diferencias; el que nos abrió los ojos a la poesía universal y al que debo parte de lo que soy y por quien amo y respeto la palabra en que me expreso. Hablo de Agustí Bartra.
Más adelante y con la emoción a flor de piel afirmó: «Nada ni nadie podrá destruir en mí el recuerdo encendido de Juan Bañuelos. La vida nos apartó en varias ocasiones. Tuvimos discrepancias políticas e ideológicas. Se volvió intransigente y se hizo enemigo de algunos de nuestros mejores amigos, también hermanos de elección.
«Jamás le oculté mi punto de vista discrepante, a pesar de lo cual mantuvimos una amistad inquebrantable, que solo la muerte ha podido interrimpir. La muerte de Juan Bañuelos me duele hasta el fondo del corazón».